sábado, 20 de mayo de 2006

En la moto de mi Amo VI

La conciencia volvió lentamente. Tarde algunosnsegundos en darme cuenta que estaba tirado en el frio suelo de cemento, con las manos esposadas por delante, sujetas a mi collar. Primero fueron las sensaciones, luego el ruido, que se fue haciendo cada vez más claro: un chasquido, seguido de un gemido; otro chasquido, otro gemido. Poco a poco el gemido se fue convirtiendo en lo que era, un grito sofocado. Otro chasquido, otro grito. Lo siguiente fue comenzar a ver la luz. Abrí los ojos poco a poco, y lo primero que vi fueron los barrotes. Estaba en una celda de apenas dos metros por dos metros, de paredes de cemento con una puerta de barrotes de hierro. El ruido seguí rítmicamente. Sentía todos los músculos entumecidos, casi no podía moverme. Lo intenté y tardaron el reaccionar. Al final pude hacerme con mi cuerpo y me arrastré ligeramente hasta poder asomarme por los barrotes. Inmediatamente ví de donde procedían los chasquidos y los gritos sofocados. Un esclavo completamente desnudo estaba atado de pies y manos a una cruz. Llevaba una capucha de cuero puesta, por lo que supuse que también estaría amordazado, era la única explicación porque si no hubiese sido así sus gritos se habrían oido fuera de esas paredes de hormigón. El Amo levaba unos chaps de cuero y botas, muñequeras y gorra de plato. Con una elegancia extrema movía el látigo de una punta hacia atrás con un movimiento de todo el brazo. Luego, con un rápido círculo y un giro de muñeca aún más rápido lo dejaba caer sobre el esclavo. Indefectiblemente el látigo iba acompañado el gemido del sumiso y la contracción de prácticamente todo su cuerpo. El apenas se movía, estaba tan fuertemente sujeto a la cruz que lo único que podía hacer era tensar los músculos, lo cual daba a la escena un tinte aún más morboso. Incluso la cabeza parecía sujeta a la cruz ya que solo se movía ligeramente, cuando a juzgar por la fuerza de los latigazos, debería agitarse convulsivamente.
Intenté ponerme en el lugar del esclavo, su sensación de impotencia, de indefensión, tal vez la culpa por haber hecho algo que mereciese tal castigo, o la entrega por hacer eso sólo por deseo del Amo. No pude evitar tener una erección.
La cadencia era estremadamente rítmica, pero en algunos instantes, cuando el esclavo esperaba el siguiente latigazo y sus músculos se tensaban, éste no se producía. El Amo esperaba unos pocos segundos y cuando el esclavo se relajaba ligeramente comenzando a preguntarse qué pasaba recibía una respuesta en forma de latigazo. Otras veces dos latigazos se sucedía de forma inesperadamente rápida, rompiendo el ritmo y sorprendiendo nuevamente al sumiso. Aquello me pareció extremadamente cruel.
Era innegable que el Amo era un experto en infligir aquel tipo de castigo. Manejaba el látigo con una gran maestría. En un momento dado paró. Se dio la vuelta y se dirigió a una mesa donde dejó el látigo. Pude verlo con claridad. Tenía un cuerpo perfecto: abdominales, pectorales, biceps, todo en su justa proporción. Me llamó mucho la atención su mandíbula cuadrada que encajaba perfectamente en el resto de su cara. Tenía perilla y, cuando llegó a la mesa se paró y me miró. Pude ver unos profundos ojos negros que me taladraron. Su expresión no cambió. Cogió un trapo y se acercó al sumiso. Comenzó a limpiarle las heridas cuidadosamente. Estuvo un rato haciendo eso hasta que recorrió toda la espalda. Luego le desató los tobillos y le quitó el gancho que, tal y como había pensado, sujetaba el collar del esclavo a la cruz y, finalmente, sujetándolo le desató las manos. El esclavo apenas podía mantenerse pero aguantó. El Amo le dio la vuelta . Pude ver que la capucha de cuero le cubría completamente la cabeza y solo tenía unos orificios pequeños para ver los ojos. El Amo se la quitó desabrochando la cremallera y los cordones que la cerraban tras la cabeza. Al quitarla apareció un tio rapado, con unos brillantes ojos azules. Tenía una mordaza que daba la vuelta a la cabeza. El sudor le caía por todas partes, los ojos los tenía hinchados y sin duda había llorado. El Amo le quitó la mordaza. De la boca del esclavo salió una polla de goma enorme. Debió haberle producido arcadas y desde luego llenar por completo la boca. Acto seguido el Amo sujetó la barbilla del esclavo hasta que sus ojos se encontraron. Las piernas del sumiso estaban temblando. Y entonces lo besó. Fue un beso cariñoso pero autoritario, donde el Amo llevaba la iniciativa y el esclavo se dejaba hacer. Se prolongó mucho tiempo y la lengua parecía recorrer, tomar posesión de todas las partes del esclavo. Aquello me estaba poniendo a cien.
Cuando terminó el beso, el Amo retiró la mano y el esclavo cayó a sus pies, extenuado, la cabeza gacha. Podía ver las marcas de su espalda. Debian dolerle mucho. Aún así se acercó a su Amo y besó sus botas, con calma, las dos. Luego se agarró a las piernas del Amo y se quedó allí. El Amo miraba al frente, parecía disfrutar ese momento. Sentí envidia, estaba convencido de que el esclavo estaba feliz, se sentía protegido, había llegado a un lugar seguro.

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